Saturday, February 23, 2013

Añoranza por mi tierra


Por Ana Salazar Cabarcos 

Cierro los ojos y claramente puedo escuchar al gallo, valentón, henchir los pulmones de aire para anunciar un amanecer más; es un llamado al sol que alimenta a las milpas, a las mujeres que huelen  a flores del campo para que alisten la masa y hagan tortillas y atole. El cielo es el más azul que pueda existir, y los niños corriendo entre la yerba se confunden con las mariposas y libélulas, que besan y abrazan a las flores.
Abro los ojos y estoy aquí, lejos de mi tierra, de mi pueblo que es ahora parte de los sueños.
A menudo me gusta ir al Este de Los Ángeles a buscar a los vendedores de elotes, que en un simple carrito de súper mercado, llevan a cuestas uno de los olores y sabores más tradicionales de México. Cómo olvidar a los eloteros afuera de las iglesias y panaderías, envueltos en humeante cortina de vapor de maíz  poniendo a los elotes con maestría el traje de novia; vestido de blanca  mayonesa, capa de queso y para darles un poco de color, una salpicada de chile piquín, como si se tratara de una diminuta lluvia de claveles.
Las fresas, las naranjas, los limones que se recogen día con día en los campos de cultivo y van barnizados con las notas musicales del “Cielito lindo”; que bien recomienda cantar en vez de llorar, porque sólo así, cantando, se pueden alegrar unos corazones que anhelan volver algún día al lugar que huele a tierra fresca, en donde los ríos se deslizan rumorando entre las montañas, a donde los árboles crecen muy altos y se abrazan entre sí como hermanos; a donde se quedaron los padres, los abuelos…nuestra infancia.
De vez en cuando nos reunimos los amigos, abrazamos a la guitarra como para bailar un tango y cantamos desgarrando las gargantas, como si nuestro canto; que no necesita visa, pudiera atravesar la frontera y llegar hasta donde están nuestros pensamientos.
Hoy por la mañana descongelé una tortilla, abrí una lata de frijoles y me hice un taquito para desayunar, quise crear ambiente y recordar a gusto. Preparé un café y lo serví en una taza de barro, de ésas que en México le dan sabor al café de olla y al champurrado y aquí producen cáncer por el plomo; sería bueno saber qué opina mi abuelita de 99 años que lleva tomando su café con leche desde que era una niña, en el enorme jarro de barro, café y brillante, despostillado y barrigón.
Por la tarde me iré a sentar cerca de las vías del tren para volver a esos días en el pueblo, cuando al son del “¡chu-chu!” todos corríamos a recibir a los parientes que venían “del otro lado”, cargados de “billetes verdes”.
Me siento en la estación y pido con todas mis fuerzas que mi fe de niña regrese, que el tren me lleve de regreso a casa porque me está comiendo la nostalgia, porque siento añoranza por mi tierra, por mi familia, por mi gente.



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