Friday, August 31, 2012

Marifer


Por Ana Salazar Cabarcos

Resguardada en el escudo de tu imagen,
me hago rizos con las cintas de tu risa,
esperando con paciencia a que amanezca,
y salga el sol,
ese sol que es sólo nuestro.

Por las noches te cobijo con mis manos,
que espantan a fantasmas de mi angustia,
dándome el calor que fortalece,
con tu halo que me toca como brisa.

Déjame asomarme mientras duermes,
al fantástico mundo donde habitas,
coloreándote los sueños con mi brocha,
escribiendo las historias con mi tinta.

A la hora de mi muerte ya no temo,
pues seguiré viviendo en tu sonrisa,
en el contexto de tu voz y tus palabras,
en el brillo de tus ojos cuando miras.

Sólo vivo y existo por tu causa,
enlazada a la tierra por tu magia,
si un día parto,
no llores,
va mi alma,
contigo hija… ¡en todas tus batallas!




México


Por Ana Salazar Cabarcos

A ti,
amada tierra,
forjadora de los hombres
que hacen grande a nuestra Patria,
dedico todos los amaneceres
que son símbolo de esperanza.

A ti,
pueblo mexicano,
cándido y aguerrido
que llevas como estandarte
a la gran Guadalupana,
dedico miles de canciones
con el cantar de mi guitarra.

A ti,
México mío,
de colores vibrantes y encendidos,
con olor a adobe y nostalgia,
dedico una serenata
con las voces de cigarras.

Y así podría pasarme
dedicándote tantas cosas;
a tu urbe,
          a tu campo,
a tu espíritu,
         a tu gente,
al águila aposentada
en la diadema de tu frente.

Te levantas cual coloso
sobre el gran Popocatépetl,
en espiral hasta el cielo
para robar los misterios,
de los confines del tiempo.

Por eso eres místico y tan bello,
mágico,
siempre eterno:
resguardado por jaguares,
perfumado con incienso
y por las alas de quetzales.

 ¡México!
Vestido de gran sarape,
con listones de ilusión;
¡en  oro tengo bordado,
tu nombre en mi corazón!






Tuesday, August 28, 2012

Entre el odio y amor.


Por Ana Salazar Cabarcos

Juré no sentir más odio por ti,
porque el odio es hermano del amor,
así que de un solo tajo arranqué ambas cosas:
odio y amor,
los tuve  entre en mis manos
que eran como garras.

Ese día me desangré,
aullé de dolor,
me revolqué de angustia muchas lunas,
mis lágrimas inundaron más de una vez la habitación,
me monté en un bote
y partí sobre esas aguas saladas de mis ojos,
a un mar sin color;
allí no existía ni el cielo ni la tierra,
no había principio ni  fin.

Tomé con rabia ambos sentimientos:
Odio y amor…
los agarré del cuello y los sumergí sin piedad,
ignorando sus gritos,
su desesperación,
y cuando dieron el último suspiro
me sentí liberada,
ya no más esclava de ellos dos.



¡Ah, qué tiempos señor don Simón!


Por Ana Salazar Cabarcos

Hoy un amigo me hizo recordar aquellos tiempos de la niñez,  épocas lejanas que han pasado como ráfaga pisoteando no sólo el calendario, sino también  por encima de nuestra humanidad, arrugándonos la piel con el arrastre de las patas del reloj, dejándonos cada vez más sordos con el eterno tic-tac que no para, hasta el día de nuestra muerte.

¡Cómo olvidar la época de lluvias! En la ventana estaba atenta con  mi hermano un año menor que yo, esperábamos ansiosos a que parara de llover; como espejismo brillaban los gigantescos charcos. A escondidas de mi mamá, salíamos a brincar, a retozar, a chapotear en el agua turbia de la improvisada laguna. Lo mejor venía al pasar los días y el agua estancada comenzaba a descomponerse. En su hediondez brotaba a la vida  un ejército de mosquitos acuáticos, de diminutos insectos parecidos a “caballitos de mar”, los que atrapábamos en vasitos para contemplar cómo se retorcían como resortes. Pero el premio mayor eran los ajolotes: unos animalitos con cuerpo de bola y cola resbalosa, sus branquias parecidas a plumas y una boca en forma de extraña sonrisa, de patitas minúsculas  (también conocido como el “”monstruo de agua”” ó “pez mexicano que camina”: fue parte clave de las leyendas y la dieta de los aztecas). 

Y luego los ventarrones que levantaban la tierra de la naciente Ciudad Nezahualcóyotl, formando una  especie de tornados de color amarillo, llevándose a su paso los techos de lámina de las humildes casas, y con ellos, uno que otro bebé que sin imaginar que la tragedia merodeaba, se mecía como en capullo  en la hamaca que colgaba de las vigas endebles de la pobre choza. No conocíamos de gérmenes: todos le mordíamos a la torta de todos. Los más pudientes las llevaban de jamón con queso, de huevo, de milanesa, mientras los menos afortunados no pasaban de la eterna, pero fiel, torta de frijoles. 

El día de Reyes todos los niños en la calle, prestándonos los juguetes: contando cómo escuchamos a Melchor entrar a la casa, o a Baltazar y Gaspar acomodar los regalos en la sala, los más osados juraban incluso haberlos visto. En la tarde la deliciosa Rosca de Reyes con un chocolate espumoso y calientito, tenía que ser chocolate Abuelita, claro.Bebíamos agua de la llave; aún viniendo de cisternas llenas de lama, insectos, lombrices e incluso filtraciones de lodo… no nos enfermábamos. Afuera de la primaria no podían faltar los vendedores ambulantes, con sus mesitas mugrosas repletas de dulces, de chicharrones de harina “preparados” con “cueritos” de cerdo, col picada  y salsa picosísima.Nos teníamos que comer todo lo que sirviera mamá, incluso hígado, no éramos “especiales” como los niños de hoy, que necesitan menús sofisticados y se la pasan seleccionando del plato lo que “no les gusta” porque “se ve feo”, comíamos jitomate, mayonesa, aguacate, tortillas: comíamos con la boca, no por los ojos.

¡Qué rápido pasa el tiempo! Lo bueno es que yo disfruté al máximo mi época de niña: subí a los árboles, me caí una y otra vez, rompí muchos zapatos de tanto correr por los empedrados, me pelé las rodillas infinidad de veces, me metieron jalada de la oreja directito al baño: sudorosa, llena de tierra, de lodo. 

En la época de lluvias nunca faltó en mi cuarto el vaso de agua apestosa con un preciado contrabando de ajolotes, o la huevera de alambre con lagartijas, o una víbora que se me escapó y  acabó tristemente sus días al esconderse en la pantufla de uno de mis hermanos: al meter el pie casi muere del susto… y la apachurró. Si esas épocas fueron  maravillosas… ¡las que vienen tienen que ser espectaculares!