El viejo y el violín
Por Anna Salazar Cabarcos
En mis tiempos de juventud, soñaba con venir a la gran ciudad.
Sembrando maíz, arreando al buey silbaba contento imaginando subir al tren:
dejar atrás pueblo, jacal, la miseria, a
mamá con la cabeza cubierta de rebozo a rayas, a mis hermanos descalzos, mal
comidos, pero aun así alegres porque como no conocían más allá de los cerros secos, para ellos el río, los árboles,
el par de perros flacos, el marrano, el trompo de madera, la luna, sol y
estrellas, eran la totalidad del mundo.
Un día el destino atravesó en mi parcela a un viajero, que me
ofreció trabajo en la capital. Corrí veloz al jacal, llegué sin aliento, en una
pequeña caja metí la camisa que usaba sólo los domingos para ir a misa, una bolsita
con monedas, paliacate, la biblia que me regaló mi padre antes de morir, cuando hice la primera comunión. Descolgué un
cuadrito con la única foto de mi madre y la guardé como un tesoro dentro del equipaje; era de cuando vino la feria, en la
fiesta del santo patrono, San Hipólito. Me puse el sombrero y casi a punto de
salir de casa, recordé a mi compañero y fiel amigo que seguramente temeroso de
que lo abandonara, aguardaba tembloroso abajo del viejo catre: el violín.
Tal cual lo imaginé tantas veces, mi madre llorosa me dio la
bendición secándose las lágrimas con la punta del rebozo que tapaba su blanca
cabellera. El más pequeño de mis hermanos se aferró a mi pierna y entre gemidos
me decía que no me fuera, que no lo dejara. Prometí a mi madre que pronto
regresaría, que le compraría una hermosa casa, unos burros, vacas, a mis
hermanos les traería ropa, zapatos, lindos juguetes… ¡me iba para triunfar! Los
otros 10 hermanos, uno a uno me abrazaron… y partí… partí mirando sólo de
frente.
Poco duré con el patrón que me trajo de mi tierra: largas
jornadas de trabajo, poca paga, malos tratos, como nunca pude ir a la escuela
no sé leer ni escribir; burlas,
humillaciones por ser “un indio de pueblo”… ¡pero qué culpa tengo yo de haber
nacido allí, en un pueblo pobre y olvidado!
Edificios grises con miles de ojos vidriosos, calles repletas
de gente caminando en todas direcciones: nadie ve, nadie escucha, a nadie le
interesa si estás vivo o muerto.
Pasaron los años, me enteré que mamá murió, esperándome,
envuelta en el rebozo. Los hermanos crecieron, se fueron, el jacal quedó vacío,
olvidado, como yo.
Hoy ya soy un anciano, no tengo a donde ir. Huérfano de
padres, de hermanos, de barrio, de historia, recorro las calles en busca de
unas monedas para vivir, con mi único amigo, el fiel, el que nunca me olvida:
el violín.
Foto Anna Salazar Cabarcos
No comments:
Post a Comment