Wednesday, May 2, 2012

El hombre del osito blanco.

Por Ana Salazar Cabarcos

Un grupo de personas nos encontrábamos conversando en un restaurant amenamente, cuando de pronto una mujer que estaba con nosotros en la mesa nos hizo la observación de que justamente atrás de mí, estaba sentado un hombre de aproximadamente 50 años y cabello rojizo hablando de lo más entretenido con su acompañante. Esto no tendría nada de particular a no ser que el acompañante de este hombre… era un osito blanco de peluche.
Disimuladamente volteé la cara para poder verlo con el rabillo del ojo, sí, efectivamente charlaba de lo más contento con un oso que a su vez, estaba sentado sobre una maleta para quedar a la medida correcta de la mesa y de la taza de café servida frente a él. El hombre le hablaba de cómo le había ido en el día, de lo que harían después, se reía feliz, contento, disfrutando de la compañía del felpudo animal con ojos de plástico y sonrisa dibujada con hilo,  que no dejaba de mirarlo como un zombi. Sentimos una mezcla de ternura y compasión por él. La única respuesta a esa conducta era que el pobre hombre padeciera de algún trastorno mental, que estaba como se dice vulgarmente, loco.Así paso una hora quizás hasta que el hombre le pidió la cuenta al mesero: pagó, con amor y delicadeza cargó al oso, tomó la maleta y partió con su enorme sonrisa dibujada en el rostro, como si ese oso fuera un tesoro, como si en verdad aquel juguete fuera el único que lo comprendiera, que lo escuchara, su fiel amigo, su confidente… su todo. La mujer de mi mesa le comentó apenada al mesero cuando se acercó: “Qué cosas pasan… ¿verdad?” Y el mesero le respondió: “El señor no habla con nadie, está así porque su esposa y su hija se mataron en un accidente… para él, ellas son su oso”. Entonces no pude contener las lágrimas, agarré mis penas que al lado de las de aquél hombre eran estupideces, y las pegué debajo de la mesa como quien pega un chicle: me avergoncé de ellas. Seguí al hombre con la mirada: iba erguido, heroico, distante, ajeno a un mundo de tan irreal como su oso.Hizo el paseíllo de los toreros que cruzan la plaza, pasando entre medio de los falsos amores, de la envidia, de los prejuicios, de la pose y de la hipocresía de muchos, llevando en el brazo no un oso: sino amor verdadero, eterno, incondicional. Sólo me quedó llorar con un llanto que me costó contener, mientras que con el rabillo del ojo algunos me miraban pensando: … “¡pobre loca!”.


No comments:

Post a Comment