Crónicas nocturnas
Recuerdo que allá, por 1985 más
o menos, un día mi papá llego muy contento a casa con un sobre con documentos bajo el brazo.
Yo tendría 19 años. Nos reunió
en su recamara junto con mi mamá y mis tres hermanos y nos dio la gran noticia:
“Construiremos una casa en las faldas del volcán Popocatépetl… ¡aquí están las
escrituras del terreno!”.
¡No podíamos creerlo! Muchas
veces habíamos ido a las inmediaciones del volcán de día de campo, su bosque era maravilloso, y cuántas veces jugamos en el río
de aguas heladísimas, o correteamos en la nieve en invierno… ¡ahora tendríamos una
casa allí!
Mis hermanos son menores que
yo, y estábamos vueltos locos celebrando la buena noticia. Comencé a diseñar la
cabaña y le daba las ideas a papá, incluso las dibujaba.
El fraccionamiento se
llamaba “Buenavista” y en su publicidad, decía que tenían planeado construir un
teleférico, una pista de descenso para esquiadores, hotel de 5 estrellas y el área
habitacional con cabañas. Habría restaurantes, tiendas y se convertiría en un
gran destino turístico nacional e internacional.
Comenzamos a ir regularmente
cada domingo.
Siempre pasábamos primero al
albergue de Tlamacas, en donde nos bajábamos a comprar golosinas y veíamos a
grupos de alpinistas organizándose para subir. Recuerdo que de allí tomábamos
una desviación, y nos esperaban 13 kilómetros de camino de terracería, que hacíamos
como en casi una hora.
¡El paisaje era hermoso! A
veces cuando llovía muy fuerte, los caminos de tierra se desmoronaban, se
formaban enormes baches de lodo y una que otra vez se nos quedó atascado el
coche.
Un día fuimos con un grupo
de amigos de la familia, en caravana. El auto de nosotros se atascó y todos nos
acomedimos a empujarlo. De repente, en un arrancón el coche salió patinando
dejando tras de sí una cascada de lodo que nos bañó… ¡fue muy divertido!
La primera vez que fuimos ya
con las escrituras, no sólo de paseo, sino a ver en donde construiríamos nuestra
futura casa de campo, mi papá se estacionó frente a un árbol (los arboles cada
cierta distancia tenían números):
-
¿Ven
ese árbol? (nos señaló un enorme pino) Pues de ese árbol al otro de allá, es
nuestro terreno.
Mis hermanitos y yo bajamos
de la camioneta como si bajáramos de la nave Apolo: allí iban Neil Armstrong,
Edwin Aldrin, y Michael Collins a conquistar nuevas tierras (el menor se quedó
con mamá dentro de la nave esperando confirmación de que para él, era seguro
bajar).
Era terreno virgen, olía a
pino, se escuchaba el rio a lo lejos…Había algunas lindas cabañas construidas,
una aquí, otra lejos por allá.
Jugábamos pelota, nos trepábamos
a los árboles, íbamos al río y seguíamos su trayectoria: unas veces despejada y
otras escondida entre grietas de la montaña.
Éramos corceles, briosos,
incansables.
Ya a la hora de comer, nos dirigíamos
a un restaurant del fraccionamiento que tenía un lago. Comida típica, antojitos
mexicanos: sopes, tlacoyos, cecina, sopa de hongos, quesadillas y el infaltable
café de olla con canela.
Siempre regresábamos antes
de que comenzara a oscurecer pues la ruta hacia Tlamacas, por el camino de terracería,
era un poco peligroso ya que en tramos era estrecho, con precipicio al costado.
¡Pasar junto al volcán era
impresionante!
De repente, un día el Popocatépetl
o Don Goyo, como le dicen de cariño, despertó. Iniciaron las lluvias de ceniza,
las expulsiones de lava, los tremores… fue el principio del fin de nuestros sueños
de tener una casa en las faldas del volcán.
La última vez que fuimos, el
albergue de Tlamacas estaba cerrado y había
un retén: prohibido el paso.
Atrás quedarían los días en
que veríamos a los alpinistas en grupos, con sus chamarras de colores
brillantes prepararse para iniciar el ascenso. Ya no brincaríamos como ranas
por los escalones tipo pirámide de la entrada… ya no volveríamos a ir a nuestro
pedazo de Luna conquistada.
Le pregunte al hombre que
cuidaba el retén (era como un campesino, estaba solo, en un ambiente lúgubre y
desolado)
- - ¿Qué
pasa cuando el volcán va a tener una exhalación?
- - ¡Se
oye muy feo! –me dijo con las manos metidas en los bolsillos de su chamarra de
lana a cuadros rojos. Es como si prendieran la turbina de avión… ¡muy fuerte!
- - ¿Y
tiembla?
- - ¡Claro!
Todo vibra…
- - ¿Y
no le da miedo?
- - ¡Pues
aunque me dé, aquí me tengo que quedar, pa’ donde voy a correr si el pueblo está
bien lejos!
Con la vista revise alrededor
y no, el señor no tenía coche, solo una
vieja bicicleta recargada en la casetita del retén.
Cuando dimos la vuelta para
regresar a casa, tristes, abrí la ventana del auto, el aire helado me baño la
cara y volaba mi cabello. Entonces allí recordé algo que pensé un día que papá
y mamá nos llevaron a la misma falda del volcán para subir: el paisaje de roca
normal se iba convirtiendo en arena negra, finísima, resbaladiza, y como si del
espacio se tratase, en medio del mar de arena negra emergían, espaciadas,
enormes rocas redondeadas. Entre ésa visión tan única y surrealista, después de
subir trabajosamente un buen tramo, voltee hacia el mundo, extendí los brazos y
baje corriendo en picada, deslizándome sobre la arena volcánica, moviendo los
brazos como queriendo volar, y pensando:
¡El día que muera mi espíritu
va a subir volando hasta el cráter, y voy a dar muchas vueltas jugando, como un
satélite, por mi hermoso volcán Popocatépetl!
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